Por SANTIAGO SÁNCHEZ JIMÉNEZ
ssanchezj@unal.edu.co
Dos gobiernos enfrascados en la posesión, derroche de fondos
públicos en litigios internacionales, desgaste diplomático, y dos pueblos
enfrentados en lo patético de la exacerbación nacionalista. Se nos va otra
oportunidad de hacer historia, de tomar las riendas de nuestros destinos
políticos, de tomar parte activa y positiva en la globalización, y de construir
humanidad. La propuesta: establecer el primer tratado en la historia de aguas
binacionales. Tan fácil y complicado a la vez.
Latinoamérica queda reducida a la mitificación febril de
adolescentes en concierto de calle 13. La Corte Internacional de Justicia, en
su sapiencia universal, asume la potestad de repartir el orbe, a la mejor usanza
de las bulas Alejandrinas, demostrando quién ejerce ahora la hegemonía en el
Estado total, global, e imperial. El gobierno de Nicaragua se enfrenta a la ineludible
contradicción de abanderarse de un proyecto latinoamericano a expensas de la adjudicación
de territorios mediante el expansionismo jurídico-diplomático, y de profesar la
autonomía de los pueblos haciendo uso del aparato burocrático del poder global.
El gobierno de Colombia recibe su correlativa pérdida de popularidad y, presto
a pasar la papa caliente, deja ponchados a los antecesores mandatarios, ahora ausentes,
carentes de poder resolutivo; se prepara una estrategia ambigua que pendula
entre la súplica y la guerra. El gobierno de Santos queda expuesto a la difícil
paradoja de legitimar la desobediencia civil en Colombia de no acatar el fallo
de la Corte. ¿O no?
Los menos escuchados, los realmente afectados, la población
aledaña nativa, queda al margen de todos: son los menos y lo de menos. Rápidamente
hay que prestar atención y posicionarse en las islas, Plan San Andrés,
emergencia social, conferencia diplomática, y otras puestas en escena, aunque
finalmente serán los raizales quienes determinen en función del populismo o de
su operatividad. De momento, brazadas de ahogado en el juego mediático. Que no
se diga, como del Panamá decimonónico, que el Estado no hace caso de sus
territorios provinciales. Pero haciendo un ejercicio de historia contrafactual,
convendría preguntarles a los hermanos panameños qué imaginan que hubiese sido
de su devenir socio-político sí aún fuese parte de Colombia. Mucho me temo que
nadie está dispuesto a hacer el ejercicio.
La discusión sobre acatar o no el fallo de la CIJ, y el
retiro del Pacto de Bogotá, forman parte de la pataleta pueril de un gobierno en
busca de reelección. Es como el niño que lleva todo el recreo jugando a las
escondidas con los amigos, pero cuando le toca contar, entonces ya no quiere
jugar más y se tira el juego. Al hacer presencia en los organismos
internacionales, al enviar a un cuerpo diplomático en un litigio de más de una
década, y -no sobra decirlo- dedicar una gran cantidad de dineros públicos al
asunto, se legitima mediante el uso la capacidad del tribunal de mediar en el
asunto. Desde el argumento más cándido, aquel que dice que acatar el fallo de
la CIJ va en contra de la Constitución
Política de Colombia (como si en estos 21 años hubiesen sido pocos o leves los
Actos Legislativos, o como si hubiese regido en efecto un modelo
constitucional), hasta las demostraciones de alineación internacional en
materia de armamento y belicosidad (o por qué Colombia se abstuvo en la
votación para reconocer Palestina como Estado no Miembro), el problema radica
en la pérdida de soberanía: le patiaron la lonchera.
Soberanía que, a día de hoy, en Colombia, no ha sido otra
cosa que hacer presencia militar, en un país donde el derecho a la coacción lo ejerce
todo aquel que sea capaz de afilar un pedazo de latón. Y siendo que más vale
maña que fuerza, establecer el primer tratado de aguas binacionales en la
historia de la humanidad tiene potentes consecuencias positivas:
1. Escapar
de los tentáculos de la gobernabilidad global -el aparato jurídico imperial-,
sin necesidad de evadirse de los postulados positivos del ordenamiento global
(solución pacífica de conflictos, mediación diplomática, tratado de buenos
oficios, primacía regional, etcétera).
2. Maximizar
el beneficio conjunto de los actores en disputa, aún a riesgo de disminuir el
potencial beneficio egoísta de cualquiera de ellos, demostrando una actitud
histórica de solidaridad y fraternidad entre naciones. Como secuela de esto, se
daría pie a una larga y estrecha relación de cooperación entre Nicaragua y Colombia,
más por implicaciones de gobernabilidad que de alineación ideológica.
3. Sentar
antecedente en materia de territorios binacionales, estableciendo un marco de cooperación
multinacional y soberanía compartida.
4. Incrementar
la capacidad de negociación en bloque frente a Repsolianas compañías y agentes
corporativos transnacionales, que ávidamente se dan a la tarea de legitimar la
apropiación nacional del territorio mediante la extracción intensiva de
recursos.
5. Al
establecer un control binacional sobre los márgenes gananciales resultantes de
estas explotaciones, contribuye a la democratización de los recursos, divididos
equitativamente.
6. Incluso
en términos electorales, ya sea en beneficio de Partido o de la figura carismática
de los presidentes en ejercicio, es incuestionable la favorabilidad que
resultaría de un acuerdo de estas dimensiones. La relevancia de este punto en
el grueso de la población nicaragüense y colombiana es subjetiva.
7. Y
lo más importante de todo, resarcir a la población directamente afectada por el
litigio, detentores primarios de la potestad sobre el territorio, sobre las
pretensiones estatales y supranacionales. En este sentido se debe procurar la
primacía de la consulta y aprobación previa a los raizales, tratados de libre
circulación por los territorios nacionales (al igual que se tiene con Brasil en
Tabatinga y Leticia), y concesión de la doble ciudadanía. Para empezar.
No se puede negar el sustrato ideológico que subyace a la
disputa, proclive en abierto a un determinado posicionamiento en el orden
internacional. Pero un marco de integración regional debe entenderse
precisamente con el contrario, ese es el verdadero reto político, pues hacer
equipo con el que piensa igual no tiene mérito. Un acuerdo desde el
posicionamiento enfrentado tiene la peculiaridad de hacerse duradero, al
contrario de los tratos entre afines, supeditados a la permanencia del otro. Particularmente,
colombianos y nicaragüenses tenemos más lazos de fraternidad emocional que
conocimiento sobre las realidades del otro. A su vez, el grueso de la población
de los dos países no llegará a vislumbrar si quiera los ingentes beneficios
derivados del usufructo de este espacio territorial, seamos claros.
Pero
el efecto simbólico de compartir un espacio territorial tiene mucha más
relevancia que todo discurso nacionalista, que a fin de cuentas se basa en la
egolatría mitificada de una figura de dominación, discurso que es útil solamente
a las élites nacionales y locales que ostentan el poder. Como hermanos peliando
por el juguete nuevo, eso es de los dos. Dos pueblos, que no gobiernos,
haciendo historia. Larga vida a Nicaragua.
yo no lo había visto de esa manera.muy buen argumento
ResponderEliminarGracias por sus comentarios, Dr. Pelos. Un abrazo
EliminarNo estoy deacuerdo... no le interesa a Colombia compartir recursos y territorio con Nicaragus, tierra donde NO hay democracia, sino dictadura de un borracho incestuoso...Nicaragua es "la cenicienta de la Haya", país que se hace "el sufrido" para obtener lo que se propone. NO QUEREMOS A LOS NICARAGUENSES....esta propuesta es absurda, si de geopolítica económica se trata.
ResponderEliminarGracias por participar
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